Haikú de los Poetas

Sólo el poeta
sabe hacer los milagros
como dios manda.

lunes, 26 de enero de 2009

Introducción a los cuentos de princesas y brujas


Era sábado por la noche, hacía unas horas que se habían puesto en contacto con nosotros y ahora caminábamos rumbo a la inmensidad, habíamos dejado el lugar donde una extraña nos había servido café caliente a cambio de unos euros y, después de unos minutos caminando, nos hallamos en la entrada de una cueva en cuyas entrañas olía a tabaco y luces parpadeantes iluminaban el sabor ardiente de un brebaje que, por alguna extraña razón, era bebido por incautos, que se aventuraban a adentrarse entre las grandes fauces de aquel pub, como nosotros. En su interior resonaba con fuerza música tecno y allí, donde ella nos dijo que estaría, se encontraba. Aquella princesa, cuyo cabello de oro y sedoso caía como una cortina a ambos lados de su rostro de nieve dejaba ver sus ojos de agua, su boca de fresa, su sonrisa encantada, vestía minifalda luciendo escote que marcaba sus pechos ensalzada por negros tacones como torres. La princesa me desveló que vivía con una bruja irascible, que vendría a por ella a las dos de la madrugada, en un palacio a las afueras que podría encontrarlo siguiendo el camino de alquitrán negro que recorrían aquellos extraños animales de cuatro ruedas y ojos tan brillantes como el sol.


Fui a por más brebaje y cuando volví, mi princesa ya no estaba allí, mi fiel compañero de batallas me dijo que la bruja se la había llevado. Dejé los dos vasos de whisky con cola en la barra junto a mi amigo y emergí de la profunda caverna. Me encaminé al rescate de mi amada princesa siguiendo aquel camino que ella me había indicado con sólo una navaja suiza como arma.


Al llegar a la puerta del palacio, rodeado por ávidos monstruos vegetales, me dispuse a echarla abajo golpeándola fuertemente. Al abrirse, apareció entre las sombras la bruja con una bata de cuadros. Se desplomó en el suelo sin saber por qué una navaja se hundía en su carne perforándole el estómago, no comprendió como acto seguido, la misma hoja, le punzaba el pulmón derecho pero ya no sintió nada cuando aquel aguijón plateado le rompió el corazón.


Tuve tiempo para ver como unos ojos de color de miel aterrados miraban al vacío sin poder ver nada antes de que el fiel lacayo de la bruja se abalanzase sobre mí golpeándome enajenadamente mientras mi princesa gritaba enardecidamente: “¡Papá! ¡Mamá está muerta! ¡Mamá está muerta!


Tras la exhaustiva venganza de la bruja que se cobró mi vida lo único que vi fueron aquellos ojitos azules y llorosos llenos de odio y tristeza arrodillados junto al cadáver de la bruja sobre un charco carmín. Ella ya sería libre.

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