Haikú de los Poetas

Sólo el poeta
sabe hacer los milagros
como dios manda.

lunes, 26 de enero de 2009

El hombre de la gabardina


Me llamo Juan Antonio. Soy auxiliar de enfermería desde hace cinco años y ejercía en el hospital de Salamanca desde hace tres. Ésta es una historia real, algo que ocurrió hará unos meses.


Estando yo de guardia una fría noche de invierno, llegó un hombre a la consulta. Era el hombre más extraño que jamás había visto. Llevaba una gabardina larga, tan larga que le quedaba por debajo de los tobillos y un sombrero de ala ancha que sumía su rostro en las sombras. Nunca he podido comprender cómo consiguió llegar hasta la consulta pues en su pierna izquierda se hundía la hoja de una navaja que le hacía sangrar como si se tratara de una fuente manchando sus zapatos. Debido a que el resto de personal que pernoctaba conmigo se hallaba en otras urgencias me vi solo en aquel escenario. Tardé en extraerle la navaja, algo que, sin duda alguna, tuvo que causarle enormes dolores, pero el extraño hombre, que ni siquiera se había quitado el sombrero dejando su cara oculta, ni siquiera abrió la boca. Cuando terminé, simplemente se levantó, sacó de su billetera unos doscientos euros que colocó sobre la mesa y balbuceó en un español con acento ruso: “yo no he estado aquí”.


Al día siguiente marché a casa con la cartera ligeramente más abultada. Entonces lo vi. Un hombre envuelto en sombras me seguía a distancia. Entré en un bar para disimular la huida, pero justo en la barra, en una esquina, un hombre con una gabardina, un sombrero y unos zapatos manchados de sangre tomaba un whisky. Pedí un café, me sentía observado. Volví a mirar hacia la esquina de la barra pero ya no había nadie. Pregunté al camarero quién era el hombre de la gabardina y el sombrero que estaba en la esquina. Contestó que allí no había habido nadie, que no había visto a nadie con gabardina ni con sombrero. Salí a la calle, cuando llevaba caminando cinco minutos me percaté de que alguien me seguía con cautela. Un hombre enfundado en una gabardina a quien no se le veía la cara me observaba. Me siguió hasta mi casa. Desde mi balcón pude ver como se apoyaba en la esquina del edificio de enfrente, miró al portal y, después, al balcón. Llamé a la policía, seguidamente oí llegar dos coches patrulla pero aquel hombre ni se inmutó. Siguió mirando fijamente al balcón incluso cuando una pareja de policías pasó por su lado. Un agente llamó al interfono para decirme que estuviera tranquilo, sea quien fuera aquella persona, ya no estaba allí. Sin embargo, seguía mirando al balcón desde la esquina.


No pude conciliar el sueño.


Sobre las cuatro de la mañana sonó el teléfono. Llamaban desde el hospital de la Paz de Madrid, mis padres habían muerto en un accidente de tráfico. Era una noche oscura, pero la trágica noticia mi hizo perder el miedo y olvidarme de aquel hombre para adentrarme en el frío de la carretera. Tras media hora conduciendo, un flamante mercedes se pegó a la trasera de mi coche de segunda mano, sus luces de largo alcance se reflejaban en mis retrovisores y me deslumbraban y su claxon no paraba de rugir. Me arrimé todo lo que pude a la cuneta, me adelantó y al ponerse delante de mí, frenó su coche de tal forma que era peligroso conducir a velocidades tan bajas. Intenté adelantar mas el mercedes se deslizaba a la izquierda por lo que tenía que abortar la maniobra.


En la primera área de descanso que encontré me detuve, vi al coche perderse en la noche. Aparqué. Al salir de mi automóvil vi un mercedes negro, totalmente igualito al que me había perseguido aparcado al lado. Entré en la cafetería y en la barra, en una esquina, un hombre que llevaba una gabardina, un sombrero y unos zapatos manchados de sangre se tomaba un wisky.


-Disculpe –llamé al camarero-. Por casualidad no sabrá quién es el hombre que hay en aquella esquina, el del sombrero.


-¿Qué hombre? Lo siento, señor. No sé de qué me está hablando, allí no hay nadie.


Volví a mirar. En efecto, no había nadie.


Arranqué el coche y salí a la carretera. Al momento, el mercedes que había en el aparcamiento de la cafetería se puse detrás de mí y, de nuevo, me deslumbraba.


No sé cómo ocurrió, sólo recuerdo cómo aquel mercedes me echó fuera de la carretera mientras me adelantaba.



Desperté en una habitación blanca, había sólo una mujer.


-¡Vaya! –exclamó-. ¡Por fin te has despertado! ¿qué tal has dormido, bello durmiente?


-¿Perdone? –pregunté confuso-. ¿Dónde estoy?


-¡Todos los días la misma pregunta! Estás en un hospital psiquiátrico desde hace tres meses. Eres Juan Antonio Fernández y trabajas en una granja con tu padre.


-¿Granja? ¡Yo no tengo ninguna granja! ¡Soy auxiliar de enfermería! ¡Y mi padre ha muerto en un accidente de coche!


-Iré a buscar de nuevo al Dr. Capdevilla.


La enfermera salió por la puerta. Al minuto o así entró un hombre, era un hombre extraño, iba enfundado en una gabardina tan larga que le cubría los tobillos, usaba un sombrero de ala que sumía su cara en las sombras y calzaba unos zapatos manchados de sangre. Se quitó el sombrero, mostró su cara. Ahogué un chillido de terror al mirarle a los ojos, o mejor dicho, al mirarme pues sus rasgos faciales eran los míos. Hasta en el más mínimo detalle, aquél hombre era idéntico a mí. Sacó de su bolsillo una navaja que la identifiqué como la que yo mismo había extraído aquella noche perdida en el tiempo y sin abrir la boca, me degolló. Caí al suelo empapándome en mi sangre mientras él salía por la puerta poniéndose de nuevo el sombrero.



-¿Señor Fernández? –dijo un hombre de pelo cano al teléfono-. Soy el Dr. Capdevilla, el médico de su hijo. Lamento informarle de que Juan Antonio ha muerto. La enfermera lo encontró colgado esta mañana, según parece se ha ahorcado durante la noche con una sábana. No presenta ningún otro tipo de lesión.


El doctor estuvo contando todos los detalles de mi muerte a mi padre y consoló a mi madre. Cuando colgó el teléfono, el doctor Capdevilla se sirvió un wisky mientras acababa de limpiar sus zapatos. Después cogió su gabardina, una larga gabardina y su sombrero de ala. Finalmente, se fue derechito a su coche, un flamante mercedes negro.

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