Haikú de los Poetas

Sólo el poeta
sabe hacer los milagros
como dios manda.

lunes, 26 de enero de 2009

El Poeta de la Luz


Érase una vez una princesa cuyo reino era tan grande que no tenía fronteras mas no se podía situar en un mapa, ya que ese reino encantado se encontraba en el corazón de un poeta enamorado.



La princesa estaba triste porque no sabía donde se hallaba su reino. Buscó entre los hombres más apuestos de la región, pero ninguno de ellos tenía un corazón digno de ella.


Fue una fría noche, cuando una tormenta invadió la zona en la que vivía, alguien llamó a su puerta. Se asustó pero aun así fue a ver quién podía llamar tan tarde. Al otro lado de la puerta encontró a un anciano. Tras la mojada capucha, que cubría su desfigurado rostro sembrado de cicatrices, se ocultaba un pelo blanco y desaliñado que crecía a mechones, su espesa y sucia barba apenas dejaba ver una boca desdentada rodeada por unos labios tan grises como la ceniza y en un intento por disimular su aterradora y espeluznante cojera, se apoyaba con una mano nudosa, a la cual habían mutilado dos dedos, en un tosco y torcido báculo.


A pesar de su horrible y temeroso aspecto, la princesa le dio cobijo. En pago por la bondad de la muchacha, el viejo le ofreció lo único de valor que llevaba encima: un viejo y raído pergamino. El anciano mencionó que provenía del puño de un joven ermitaño al que, los poquísimos que lo conocían, llamaban el Poeta de la Luz. Esto era debido a que de su pluma fluían los versos más hermosos jamás leídos. Por el injusto y oscuro pasado que le obligó a exiliarse a una isla perdida, el Poeta de la Luz se vengaba del mundo guardando para sí sus bellas creaciones.


Al leer los versos que había sobre el pergamino, la joven princesa quedó hipnotizada. Pendía su alma de cada palabra, de cada letra, era esclava de aquellos versos. Tal fue su obsesión que, un día, sin pensarlo, partió en busca de aquella isla perdida y de su misterioso habitante.


Durante largos años, la princesa surcó los mares sin rumbo fijo, sólo la brújula de su corazón la guiaba en tan irrealizable empresa. Entristecida por su fracaso, decidió volver a su palacio y durante dos días y dos noches sólo pensó en aquellos versos que leyó una noche perdida en el tiempo.


Fue al tercer día de regreso cuando el poderoso océano mostró su cólera empuñando una fuerte tempestad. Olas como montañas hacían zozobrar a la embarcación y, finalmente, naufragó. Lo último que pensó fue que había dedicado sus años de juventud a un viaje que se cobraría un alto precio: su vida. Pensó que aquel pergamino que la había hechizado se hundiría con el barco. Y justo antes de sumergirse para siempre en las feroces fauces del inmenso mar, la princesa se dio cuenta que todo acabaría de un momento a otro y que junto a ella, moriría también el sueño de encontrar a su amado Poeta de la Luz.



Despertó ya avanzada la mañana. Era un día soleado. “Después de la tormenta siempre llega la calma” le habían dicho siempre de pequeña. Forzó su memoria y lo único que recordó fue como el barco se precipitaba hacia el fondo con ella atrapada en su interior. ¿Estaba muerta? Entreabrió los ojos. No sabía cómo había llegado allí. Estaba tendida en una cómoda y mullidita cama en la habitación de una pequeña casa construida en la playa de una isla alejada de toda civilización. Una isla perdida de la que nadie había odio hablar. Sus ropas habían sido lavadas y sus heridas curadas. Entre sus ropas había un pergamino viejo y raído donde se recogían unos versos tan bellos que eran capaces de obsesionar a una princesa hasta hacerla su esclava y, bajo su almohada, un pergamino nuevo, cuya tinta había sido impregnada en él tan estratégicamente que formaba una magnífica y perfecta caligrafía hacía tan solo unas horas. En el encabezado se leía: “El más bello poema jamás escrito”. Lo observó. Sólo había un verso, solamente uno. No aguantó más, finalmente, sus ojos se posaron en el breve poema:




Y aquí, en mi corazón, me quedas tú.

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