Haikú de los Poetas

Sólo el poeta
sabe hacer los milagros
como dios manda.

domingo, 2 de agosto de 2009

El Reino del Ocaso (Capítulo 1)


1
"The greatest thing you'll ever learn is just to loved in return"
Moulin Rouge


Llegué por primera vez a Madrid en un autobús sin aire acondicionado. Era un verano muy caluroso. Llegué sin nada, por lo tanto, no tenía nada que perder. Únicamente llevaba conmigo una muda limpia, un bocadillo, todos mis ahorros, que serían unos setenta y nueve euros en efectivo, un pequeño libro de poesía sin encuadernar y un montón de esperanzas y vagas ilusiones de encontrar la felicidad y poder, por fin, dedicarme a desarrollarme como persona.

Había dejado mi hogar, por llamarlo de alguna manera, huyendo del esclavizante yugo de mi padre. Era un hombre temido entre sus empleadas. Era muy fuerte e imponía duros castigos a quien osara desobedecerle, en casa nadie se atrevía a llevarle la contraria, caminaba por todos los lados con aires despóticos y una arrogancia innata asombrosa. Durante toda mi vida disponía de dos comidas frías diarias a cambio de un montón de horas de trabajo sirviendo copas y más copas a patéticos borrachos en un oscuro antro a las afueras de la ciudad, un local de tráfico de droga y sexo. Hablando en un lenguaje más coloquial, una casa de putas que no disponía de ningún tipo de licencia. No era más que el negocio clandestino de mi padre. Aunque mi padre se movía por el mundo conduciendo un mercedes nuevo cada cuatro meses, yo había estado desde que puedo acordarme sirviendo copas.

Mi madre, de quien no me acuerdo mucho, no era más que otra señorita de aquella casa a la que mi padre trataba a golpes continuamente. Cuando yo tenía seis años, le dio una paliza de muerte. Estuvo dos días en cama y al final murió. Aún oigo los gritos en mi cabeza. Tras la muerte de mi madre, mi padre jamás me pegó, aunque tampoco nunca obtuve muestras de cariño por su parte pero, aunque mi madre ya no podía abrazarme ni darme un beso de buenas noches, nunca me faltó cariño maternal pues fue la bondad de Alba, una de las prostitutas esclavizadas en aquel club ilegal, la que me dio todo el cariño y me trató como si fuera su propio hijo. Era una chica muy agradable, morena, guapísima, esbelta y con muy buen cuerpo. Me enseñó a leer y a escribir, me mostró que fuera de las paredes de aquel lugar había todo un mundo de lo más hermoso, un mundo que estaba esperando ser descubierto. Gracias a ella hice buenos amigos de la talla de Bécquer, Pablo Neruda, Benedetti… pero no sólo poetas, sino también filósofos, físicos, matemáticos, pintores. Poco a poco, bajo su tutela fui conociendo un mundo hasta entonces desconocido para mí. Fui autodidacta. Cada vez que Alba tenía que salir a casa de algún cliente lograba con su impresionante dialéctica convencer a su cliente de que le diera alguna propinilla por su “buen” comportamiento. Una propina que invertía en mí. Cada vez que salía me traía contrabando muy diferente al que cada noche entraba por la puerta trasera. Me traía libros, caramelos, bombones, revistas, material didáctico. Alba fue como mi madre, mi segunda madre. Pero nunca me habló sobre su pasado, nunca me dijo cómo había acabado en aquel lugar a merced de las órdenes de mi padre. Nunca me dijo nada. Y cuando le preguntaba por qué era tan buena conmigo, ella sonreía y me decía: “Porque dentro de la oscuridad de la noche, tú eres ese rayo de luna que se escurre entre mi persiana”.

Cuando yo tenía dieciséis años, Alba llegó muy triste. Me miró y sus ojos se llenaron de lágrimas. Intenté detenerla y preguntarle qué le había pasado. Pero no lo logré se encerró en su cuarto del cual sólo salía para hacer su trabajo con los hombres que pedían sus servicios. No tardaría mucho tiempo en escuchar los rumores de dicha enfermedad que por aquella época era desconocida, la cual se llevaba a muchos por el simple hecho de disfrutar de uno de los placeres nocturnos, del cual, ella hacia su profesión.

Fui a su habitación. Hacía días que no la veía. Llamé y no me contestó. Insistí. Me pidió que me fuera. Pero no hice caso y le dije que o abría o tiraba la puerta abajo. Estaba demacrada. Tenía muy mala cara yo no sabía qué decirle, pero ella se abrazó a mí y lloró. Lloró muchísimo. Me dijo que me quería mucho, que me iba a echar de menos y que jamás me olvidaría. Tras un rato juntos abrazados se levantó, fue hacia un rincón y levantó una baldosa, de ahí sacó un montón de folios arrugados cogidos por un clip y un sobre. Me comentó en voz muy baja que esos folios eran un libro de poesía que había escrito ella y el sobre eran sus pocos ahorros, unos setenta y nueve euros. Dijo que era un regalo para mí, pero que no debía de leer el libro hasta después de su muerte. Me dijo que me fuera y que lo escondiera todo en mi habitación y después volviera a verla.

Hice lo que me pidió. Cuando volví a su habitación estaba tumbada en la cama. Me dijo que tenía miedo. No sé por qué lo hice, pero no pude evitarlo y la besé. No fue nada parecido a los beso que ella me había dado en la mejilla, o en la frente cada vez que estaba malo. Fue un beso en sus labios, los noté temblar cuando se rozaron nuestras bocas, pero no se resistió. Aquella noche dormí con ella. No era la primera vez que dormía con ella, pero sí fue la primera vez que dormí abrazado a ella sin soltarla. A la noche siguiente, también dormimos juntos y a la siguiente, y todas y cada una de las noches que Alba no tenía compañía. Yo la cuidaba cuando no estaba trabajando, no me separaba de ella. El día que cumplí los 17 años ella me hizo el mejor regalo que he recibido en mi vida: un abrazo.

-Alba –susurré una noche que dormíamos juntos a su oído-. ¿Estás dormida?

-No –contestó-, dime nene.

-¿Hay algo que lamentes de tu vida?

Hubo un silencio incómodo.

-No sé –se volvió para mirarme a los ojos como cuando hacía cada vez que me hablaba en serio-. En mi país era una chica respetable, hija de un profesor de literatura sin trabajo, era la mejor de mi clase. Pero mis padres murieron en un accidente de coche y me quedé sola y sin nada. Llegué a España con quince años engañada por tu padre con promesas de un trabajo y una buena vida y me encontré sin dinero y en este lugar. Me dolió mucho pensar que iba a ser sólo una puta. Aquella misma noche perdí mi virginidad con un viejo borracho. Pero al día siguiente te conocí. Tenías dos años, Leire, tu madre, me puso a tu cuidado cuando ella se prostituía y cuando murió. Yo me sentí muy mal porque Leire siempre había sido muy buena conmigo y te había cogido mucho cariño. Tú has sido mi felicidad estos quince años que llevo en este antro. Ahora tengo treinta años y me siento a las puertas de la muerte, pero me alegro mucho de haberte conocido, de haber estado contigo, de haberte enseñado todo lo que sé. Lo único que lamento es que siempre he entregado mi cuerpo a desconocidos y nunca me han amado, nunca me han hecho el amor.

-¿Te has enamorado alguna vez? –Alba sonrió.

-Es posible.

-¿Sí? ¿de quién?

-Nene, tú eres mi amor. Eres lo único que tengo. La única persona a la que quiero y amo tanto o más como a mí misma.

-¿Me amas? –yo estaba rojo. Sentía vergüenza.

-Sí.

La besé. Mi segundo beso en los labios. Ella se dejó llevar al principio y después me retiró la cara.

-Jaime –dijo con unas lágrimas en los ojos. Nunca me solía llamar por mi nombre, siempre eran apodos cariñosos así que me preocupé un poco-. No quiero que hagas eso si no lo sientes. Por favor, no lo hagas porque te doy pena. Estoy harta de ser sólo una puta. Estoy cansada de los besos sin amor. De las caricias de las manos de personas sin nombre que sólo me quieren para un rato y después vuelven a su casa con sus esposas. No quiero que me beses.

-Alba, no me das pena. Eres la mujer más bonita del mundo. Te quiero. Tú me has dado todo cuanto tengo. A ti te debo mi vida, mi amor, mi persona.

Alba me miró. Seguía llorando, pero sonrió y, en esta ocasión fue ella la que me besó.

-Nene, abrázame y vamos a dormir, ¿vale?

-Vale.

No podía creerlo. Alba, la chica más guapa que jamás había conocido estaba enamorada de mí. Aquella noche dormí pensando en ella.

Una mujer corría descalza por un campo de hierba. Era feliz, su sonrisa brillaba como la primera estrella del crepúsculo. Su cabello rubio caía sobre sus hombros y ondeaba sobre el viento de tal forma que parecía que se deslizaba con él. Pero esta mujer no estaba sola. A su lado un niño pequeño, moreno, de cara pálida y daba la impresión de que era muy tímido la seguía con un libro en la mano. No sé, en cierto modo, me recordaba un poco a mí de niño. Agucé un poco más la vista. Parecía el libro que me había regalado Alba por mi décimo cumpleaños, pero no estaba seguro. Corrí tras ellos. Parecían que no me veían. Me acerqué un poco más a la pareja y pude ver el título del libro: “Las aventuras de Oliver Twist”. Sí, era el mismo libro que Alba me había regalado siete años atrás. Había leído un montón de veces esa historia. Me sentía muy unido a Oliver y no podía evitar ver ciertas similitudes con él. Seguí al niño y a la que supuse que debía ser su madre y llegué a una Iglesia. Era la primera vez que entraba en una, pero sabía que su arquitectura era románica. Alba me había enseñado las diferencias artísticas y arquitectónicas de las diferentes épocas. En el medio de la Iglesia había un ataúd. ¡Era un entierro! ¡Cómo podía llevar una madre a su hijo a un entierro! Yo nunca había ido a ninguno, ni siquiera al de mi madre. Me acerqué al féretro. Puse la mano sobre él. La tapa tembló y me asusté, pero no levanté la mano. Fue entonces cuando llevado por la ira abrí el ataúd y… ¡No! ¡No podía ser! ¡No era posible! ¡NO!

-¡Jaime! ¡Jaime! –entreabrí los ojos y vi que Alba me estaba agitando fuertemente-. Jaime, despierta.

-¡Alba! ¡Estás viva! ¡Ha sido sólo un sueño!

-Joder, nene. Me habías asustado –dijo-. No hacías más que gritar: “Alba no te mueras”. Venga, ya pasó todo, ven junto a mí. No me voy a morir esta noche, tranquilo.

Me acurruqué a su lado. Entonces lo comprendí definitivamente. Alba tenía sida. Se iba a morir. Tal vez no llegara a navidades.

Desperté temprano aquella mañana. Alba seguía dormida a mi lado. Como siempre que dormíamos juntos, tenía un camisón blanco muy fino que hacía que se le notara la ropa interior. También era muy corto, tan corto que se le podían ver un poco las braguitas dejando al descubierto sus hermosas piernas. Su pelo negro alborotado y rebelde tapaba su cara. Parecía un ángel. Decidí llevarle el desayuno a la cama. Alba lo había dado todo por mí y nunca se lo había agradecido así que llevarle un día el desayuno a la cama era una pobre manera de agradecérselo. Bajé a la cocina y cogí una pieza de fruta, preparé un poco de café y robé un donut del armario de los dulces. Lo puse todo en una bandeja y me dispuse a subir a la habitación de Alba.

-¿Dónde te crees que vas? –dijo una voz ronca a mis espaldas-. ¿Qué llevas ahí?

-Padre... –no sabía responder, supongo que le tenía miedo.

-¿Qué te crees que haces, desagradecido? ¡Robando comida de la cocina!

-No es para mí –me dejé llevar por el pánico.

-¿Ah, no? –dijo remangándose las mangas-. ¿Y para quién se supone que es?

-¡Jefe! –entró por la puerta Merche, una de las chicas-. Yo le he dicho a Jaime que me subiera el desayuno. Estaba agotada y me encontraba mal, pero ahora ya estoy mucho mejor. No culpe al chico.

-¿Es cierto? –me miró con una profunda y furiosa mirada.

-Sí –dije bajando la mirada.

-Que no se vuelva a repetir. Ya conocéis las normas. ¡Dos comidas diarias! Y tú, deja todo donde estaba.

Mi padre salió. Oí como ponía en marcha el motor de su coche y se alejaba.

-Gracias.

-De nada, chico –me sonrió-. Pero la próxima vez ten más cuidado. Anda, llévaselo a Alba, que estará hambrienta. Sí, sé que es para ella.

Llegué a la habitación de Alba. Aún estaba dormida. Dejé la bandeja con el desayuno sobre su cómoda y le golpee el hombro:

-Alba –susurré-. Despierta, mi niña. Alba…

Le soplé al oído. Ella se estremeció un poquito. Entonces se me ocurrió. Le besé la frente. Después los labios, su mejilla y, finalmente, empecé a besarle el cuello. De repente soltó un pequeño gemido. Noté cómo levantaba su cabeza para dejarme más vía libre sobre su cuello. Después sentí su mano acariciando mi pelo. Entonces me incorporé y la miré. Tenía los ojos abiertos.

-Me ha gustado cómo me has despertado, pero… ¿por qué has parado cuando te he acariciado?

-Te he traído el desayuno –señalé a la mesa.

-¡Vaya! Es la primera vez que alguien me trae el desayuno a la cama. Muchas gracias, de verdad. Es todo un detalle.

Desayunó tranquila en su cama mientras yo fui a hacer mis labores. Las prostitutas se podían levantar a la hora que quisieran ya que muchas noches las pasaban con sus clientes. Pero yo tenía que madrugar cada mañana para limpiar todo el local y fregar todo antes de que mi padre volviera de la ciudad, que solía ser sobre el medio día. Era mucho trabajo pues el local cada noche se llenaba de gente que ensuciaba el suelo, tiraba vasos, caía copas… Había mucha suciedad, sobre todo en los servicios, donde daba miedo entrar. Cuando limpié los servicios me percaté de la máquina expendedora de preservativos que había. La miré muy detenidamente, como si fuera la primera vez que la veía. Es curioso, pero ahora que sabía los sentimientos de Alba hacia mí, miraba a la máquina con otros ojos.

Aquella tarde Alba no tuvo trabajo. Estuvo en el local con su ropa provocando a la gente, pero nadie la solicitó. Cenamos los dos juntos. Un trozo de tortilla de patata con una salchicha Frankfurt y yo volví a la barra del bar mientras ella paseaba por el local. Esa noche no había mucha gente, sólo un par de borrachos que no buscaban sexo, así que cerramos pronto.

Sería la una de la mañana cuando Alba y yo entramos en su habitación y, como cada noche, lo primero que hicimos fue descalzarnos. Yo estaba bastante nervioso. No sabía si lo que quería hacer debía o no hacerlo. Yo lo deseaba. Pero no dejaba de ser Alba, mi Alba. Finalmente, me armé de valor y le cogí la mano:

-Alba –vacilé.

-Dime –se volvió para mirarme.

-Alba –repetí-. Mmm… eh…

-¿Estás bien?

-Sí. Verás… Yo te quiero mucho. Eres la persona a la que más quiero y… me gustaría hacer de esta noche una noche muy especial.

-Yo también te quiero, nene, y lo sabes –sonrió-. Pero creo que no te capto. ¿Qué me quieres decir?

-El otro día me dijiste que me amabas.

-Sí.

-Yo también te amo.

-Lo sé, se te nota mucho.

-Y… no sé. Me gustaría hacer el amor contigo –dije sin rodeos. Sé que me puse rojo. Pero a Alba le cambió la expresión de la cara, lo que hizo que me sintiera aún peor.

-Jaime. No puedo. Ya sabes que estoy enferma…

-Sí. Lo sé. Y me da igual –saqué de mi bolsillo una caja de preservativos que había comprado esta mañana en la máquina-. Con esto no habrá peligro.

-Jaime, por favor, no... –dudó-. No me lo pongas más difícil, por favor.

-Lo siento.

-Creo que es mejor que esta noche vayas a dormir a tu cuarto.

Salí de su habitación despacito sin hacer ruido y sin decir nada. ¡Qué estúpido había sido! ¡Ahora Alba estaba molesta conmigo!

Entré en mi habitación. La encontré mucho más deprimente que de costumbre. Hacía muchísimo tiempo que no había vuelto a dormir allí. Me tumbé sobre la cama y apagué la luz después de candar la puerta. Alba me había rechazado. Pensé que nunca lo haría. Era la primera vez que me negaba algo. Supuse que entregarse a mí no sería lo mismo que escaparse conmigo de acampada las noches de verano, ni mantenerse en vela toda la noche sólo para enseñarme matemáticas o inglés. Aunque vivía en un prostíbulo, nunca había estado con una mujer a solas en una habitación manteniendo relaciones. Alba fue la primera y la única mujer que besé en aquel lugar. Me quedé confuso sobre mi cama y me sentí caer en un intenso vacío en el que no había nada. En el que no había nadie. Estaba yo solo en el mundo. Mi madre había muerto hace muchos años, mi padre era una tortura y Alba… en fin, Alba me había rechazado…

¡Pum! ¡pum! ¡pum! Tres golpes atronadores me sacaron de mi sueño. Alguien estaba llamando a la puerta. Miré mi viejo reloj. Las tres y media de la mañana. Volvieron a llamar. Me acerqué a la puerta, abrí. Allí estaba Alba.

-¿Puedo pasar?

-Sí –me aparté para dejarle paso-. Adelante.

-Nene…

-Dime.

-Sé que me voy a arrepentir de esto.

Acto seguido me beso en mi boca. Me besó muy apasionadamente. Me quedé de piedra. No me lo esperaba. La miré a los ojos y la abracé. La abracé muy fuerte. Fue entonces cuando yo le devolví el beso. Un largo beso en el que nos fundimos en un solo cuerpo. No existía nadie más salvo nosotros dos. El mundo giraba ajeno a nuestras zozobras, a nuestros besos y abrazos. Sentía el aliento de Alba en mi cuello. Noté como su mano acariciaba cada rincón de mi cuerpo, aún sin descubrir. Finalmente, se decidió a quitarme la camiseta dejando mi tórax al aire. Yo hice lo mismo con su camisón blanco. Se quedó en ropa interior. Lucía un conjunto de sujetador negro y tanga también negro. Me quité los pantalones, me quedé en calzoncillos. Ella me volvió a abrazar, me tumbó sobre la cama y se sentó encima de mí mientras me besaba. Yo acariciaba todo su cuerpo, desabroché su sujetador y al instante cayó dejando sus perfectos senos al aire. Los acaricié, los besé. El ambiente se estaba caldeando. Me noté muy caliente. Noté crecer el bulto de mis calzoncillos debajo del trasero de Alba. Ella también lo notó pues acto seguido se levantó y me quitó la única prenda de ropa que llevaba dejando todo al aire. Ella también se quitó su tanga. Allí estábamos los dos, desnudos, el uno junto al otro, abrazados y acurrucados en la cama. De repente ella me miró y me dijo:

-Nene, ya sabes el problema que tengo, ¿estás seguro de que quieres seguir?

Yo no dije nada. No contesté. Simplemente me levanté y cogí de la cómoda un preservativo de la caja que había comprado aquella mañana. Lo saqué y, con cuidado, me lo puse. Alba me miraba con atención cómo iba haciendo todo. Después, simplemente, se tumbó boca arriba y separó sus piernas. Yo me acerqué tembloroso. Sentí como sus piernas se cerraban en mi espalda. Y entonces, todo el mundo se detuvo.

Cada noche, Alba y yo hacíamos el amor como dos adolescentes enamorados. Y después, nos quedábamos dormidos acurrucados el uno al lado del otro. Nunca había sido tan feliz. Pese a las duras condiciones en las que vivíamos, yo me encontraba contento. Sabía que pasara lo que pasara, había alguien que me quería incondicionalmente, y eso para mí, valía mucho.

Pero algo ocurrió que frustró todos mis planes de felicidad. Algo que todos sabíamos que iba a pasar tarde o temprano. Alba enfermó de repente. Al principio no se le notó mucho, pero empezó a adelgazar, a perder kilos, dejó de hacer salidas, y Merche estaba continuamente en su dormitorio dándole cuidados, así que ya no pude volver a dormir con ella.

Sucedió que una noche de madrugada sentí mucho jaleo por los pasillos. Entreabrí la puerta y miré disimuladamente. Había muchas chicas a la puerta de Alba. En eso que Merche salió de la habitación.

-¿Qué sucede? –preguntó una chica rubia con la que nunca había hablado.

-Alba quiere hablar con el chico a solas.

Me volví a meter en la cama y al momento, la chica rubia llamó a mi puerta:

-Jaime, Alba quiere que vayas a verla. Verás, no tiene muy buen aspecto, así que por favor, no te alteres dentro ¿vale?

Salí detrás de ella y caminé despacio hasta la habitación de Alba. Entré y cerré la puerta a mis espaldas. Mi corazón dio un vuelco. Aquella no podía ser Alba. Su cuerpo era sólo piel y huesos. Su cara antes alegre y risueña ahora no parecía más que una máscara de cera, seca y amarillenta, su pelo negro que caía sobre sus hombros ahora era sólo unas matas que crecía a mechones dejando calvas en su cabeza.

-Nene –articuló con gran esfuerzo-. No tengo muy buen aspecto ¿verdad?

-Alba… Todo saldrá bien. Ya lo verás. Dentro de poco nos escaparemos tú y yo de acampada como hacíamos antes.

-No Jaime –lloró-. De ésta ya no salgo. No deberías haberme visto así. Quería que me recordaras guapa.

-Tú sigues siendo la chica más guapa del mundo.

-Jaime, me muero. Quiero que me hagas dos promesas.

-¿Cuáles? Lo que sea, Alba.

-Prométeme que jamás me olvidarás.

-Alba. ¡Jamás podré olvidarte!

-La segunda promesa que quiero que me hagas –se paró en seco y meditó unos segundos- es que vivas tu vida, te largues de este lugar.

-Pero Alba ¿cómo podré hacer eso? Nunca he salido de aquí.

-¡Vete! ¡Márchate! ¡Abandona todo esto! Jaime, ve a Madrid. Busca la calle Montera. En ella habrá mujeres por todos los lados. Dile a una que quieres pasar la noche con ella por siete euros con cincuenta. Si te manda a la mierda, díselo a otra y así sucesivamente hasta que alguna acepte y… -a Alba se le dilataron muchísimo las pupilas y sonó un ruido muy profundo y grave.

-¡Alba! ¿Estás bien? ¡Alba!

Al momento entró Merche junto a otras dos chicas y me echaron.

Aquellos fueron los diez minutos más largos de mi vida. Por fin salió Merche. Estaba llorando y a todos nos dijo:

-Ha muerto.

Mi padre nos encerró a todos en nuestras habitaciones. Al igual que cuando mi murió mi madre, yo jamás supe qué hizo con el cadáver. No sé dónde está enterrada mi Alba, si es que está enterrada. Aquella noche abrí el libro que me había dado Alba. Era un libro de poesía hecho por ella. En él reconocí muchos tipos de estrofas, desde sonetos, haikús, liras, romances… Todos escritos por ella. Hablaba de la verdad, la libertad, la belleza, el amor, la naturaleza… eran preciosos aquellos poemas. Los más bonitos que he leído en mi vida y Alba me los había confiado a mí. Pero… ¿cómo seguir viviendo sin ella? Sólo dos cosas me daban la fuerza suficiente como para seguir adelante: las dos promesas que le hice a Alba.

Abrí la ventana y até las sábanas de la típica manera que había leído en cuentos de princesas cautivas en altas torres de piedra pero justo en el momento que iba a salir se abrió la puerta.

-Tu padre dice que ya podemos sal… -era Merche. Se había quedado perpleja. Miró a los lados para asegurarse de que nadie la veía, entró y cerró la puerta-. ¿Qué demonios estás haciendo, Jaime?

-Me largo. Ya no hay nada que me ate a este lugar.

-Hay mejores maneras… Así puede que te pillen.

-No es asunto tuyo. ¿Qué han hecho con Alba?

-Tu padre se ha desecho del cadáver.

-¿Qué ha hecho con ella? –insistí.

-No lo sé.

-Me voy. Un placer haberte conocido, Merche, pero no intentes detenerme.

-¡Espera! –gritó-. ¿Estás mal de la cabeza? Esta noche a muerto una chica. Tu padre no está ahora en cama, puede volver en cualquier momento. ¿Qué crees que pasaría si te encontrara saltando por la ventana? Hay otra forma mejor. Escucha…

Merche me contó su plan. A la noche siguiente, yo llamaría al club solicitando los servicios de Merche para un par de horas y daría una dirección falsa. Merche llamaría a un taxi como de costumbre y saldría por la puerta trasera, donde el taxi esperaría. Yo saldría disimuladamente y me escondería en el maletero sin peligro de que nos vieran salir a los dos juntos. Ellos me llevarían hasta la ciudad y allí nos despediríamos. Era un plan perfecto. Sólo había un problema, que mi padre me reconociera la voz por teléfono.

Al día siguiente, sobre las siete y media de la tarde, Merche me buscó en el bar.

-Es el momento –me dijo dándome un móvil-. Llama ahora.

Cogí el móvil, marqué el número y descolgué. Un tono. Dos tonos. Tres tonos…

-¿Diga? –dijo la voz de mi padre al otro extremo del teléfono.

-Sí, hola. Buenas tardes –vacilé-. Verá, estaba interesado en coger a una chica esta tarde para un par de horas. A eso de las nueve.

-¿Desplazamiento?

-Sí, Gran vía número 23, piso 3C.

-De acuerdo –dijo al cabo de unos segundos-. Le mandaré a una señorita a las nueve allí.

-Sí, pero quiero que sea una chica llamada Merche.

-¿Merche? Mmm… Vale, de acuerdo.

-Gracias.

-A usted.

Colgué.

-¿Y bien? –preguntó Merche.

-Esta noche tienes trabajo –contesté guiñándole un ojo.

Al momento entró mi padre en el bar.

-Merche, esta noche tienes trabajo. Tienes que ir al número 23 de la Gran Vía, piso 3C a las nueve. ¿Has entendido?

-Claro, jefe. Allí estaré.

A las ocho y media yo ya tenía hecho el equipaje. Llevaba una muda limpia, el libro de poesía que me regaló Alba y su dinero. Al llegar a la puerta trasera Merche me vio.

-¿Estás listo? ¡Rápido! ¡Métete en el maletero!

Hice lo que me mandó. El viaje fue incomodísimo. Notaba que cada bache golpeaba mi cuerpo fuertemente. Estaba completamente desorientado, tanto geográfica como temporalmente. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que salimos del club ni cuánta distancia habíamos recorrido. Únicamente estaba deseando que el viaje se acabara ya. Me sentía entumecido por la postura que llevaba. Estaba muy incómodo, completamente mareado.

Por fin, sentí que el coche se detenía. Abrieron el maletero. Allí estaba Merche y el taxista.

-¿Qué tal el viaje, Jaime? No me contestes. Me puedo meter en un lío grandísimo si tu padre se entera de lo que hemos organizado y de que te has escapado y yo te he ayudado. Sólo espero que sepas lo que haces. Toma –dijo dándome un sobre y una bolsa de plástico con algo en su interior-. Dentro de la bolsa hay un bocadillo, por si te entra hambre y en el sobre hay cincuenta euros. Sé que es poco dinero, pero es lo que entre todas hemos podido juntar. Buena suerte, Jaime, acuérdate de nosotras, no nos olvides.

-Muchas gracias, Merche. ¿Cómo podría agradecértelo?

-Sé feliz –me dio un beso en la mejilla, se subió al taxi y se fue. Aquella fue la última vez que la vi.

Yo tuve que coger un taxi para que me llevara hasta la estación de autobuses. Compré el billete más barato hacia Madrid y con lo que me sobró de dinero que me había dado Merche, unos veinte euros, me di una suculenta cena en lo que me llegaba la hora de irme. La mejor cena que he probado en mi vida.

El reloj marcó las diez menos cinco. Me fui al andén 9. Allí había un autobús rojo muy viejo. Era ese el autobús que tenía que coger para llegar a Madrid. Me subí y me acomodé en un asiento atrás del todo. Miré por la ventana. ¡No podía creerlo! ¡Había escapado de casa y no iba a volver nunca! ¡Viviría mi propia vida! Estaba muy ilusionado, muy contento, pero a la vez muy triste por la muerte de Alba. El autobús comenzó a moverse. Era muy gratificante ver alejarse el andén, después la estación y, posteriormente, la ciudad. Jamás volvería a ver a mi padre. Sólo una cosa me confundía. La segunda promesa que le hice a Alba. ¿Qué prostituta estaría dispuesta a pasar la noche conmigo sólo por siete euros cincuenta? ¿Y por qué insistió que lo hiciera así?

Así fue cómo escapé de casa. Fue todo tan rápido que no me di cuenta que apenas en dos horas cumpliría los dieciocho años, sería mayor de edad.