Haikú de los Poetas

Sólo el poeta
sabe hacer los milagros
como dios manda.

sábado, 5 de septiembre de 2009

Unas breves líneas



A escasos días del aniversario del día en el que cruzamos nuestras miradas por primera vez en el Parque de Atracciones de Madrid, se me ocurre dedicarte unas escasas y pobres líneas para agradecerte lo que desde entonces has hecho por mí. Nunca podré olvidar las incontables ocasiones en las que mis ánimos estaban por los suelos y tú, Anita, supiste elevarlos, las horas pasadas frente al ordenador hablando de cosas tan importantes para nosotros que para el resto de la gente eran insignificantes, los planes que organizábamos para vernos una vez más. Siempre tendré en mi mente tu humor, único en el mundo entero, tu facilidad para bromear sobre las cosas más tristes consiguiendo así arrancarme una sonrisa, tu cuidada forma de hablarme a través del MSN, el tiempo que nos dedicamos. Recuerdo ahora, aquella tarde de febrero en la que salimos los dos del cine, nuestro paseo por los tejados de las catedrales de Salamanca, nuestra siesta en el parque de los Jesuitas, aquella noche de fiesta, el diario de aquel mítico fin de semana de febrero (y los ojos que pusiste cuando lo viste) donde se esconde el cuento que, metafóricamente, narra nuestra gran aventura, nuestras sonrisas cómplices al rozar nuestras miradas. Todos son recuerdos buenos, inolvidables buenos recuerdos que siempre guardaré bajo llave en un cofre en lo más profundo del mar rojo que hay en mi corazón. Un año ha pasado desde que nos vimos por primera vez, desde que entre tú y Walter me duchasteis en aquella montaña rusa de agua. Y hoy, aquí, sentado frente a mi ordenador, no se me ocurre otra cosa que decir: “Gracias, Aniusky, por estar a mi lado”

miércoles, 2 de septiembre de 2009

El Reino del Ocaso (Capítulo 2)


Como he dicho anteriormente, llegué a Madrid en aquel autobús rojo viejo sin aire acondicionado. Pasé calor, mucho calor, pero curiosamente, una vela encendida en mi interior relajaba el ambiente. Recuerdo la primera vez que pisé suelo madrileño. Fue en la estación de autobuses de Méndez Álvarez. Yo bajé tímidamente del autobús. En ese momento un sudamericano pasó corriendo a mi lado. Acto seguido, una mujer que tiraba de un carrito rozó mi mano. Cerca de mí un hombre pedía limosna, justo dos metros más allá, un importante ejecutivo hablaba por el móvil y jugueteando con su PDA. Aquella noche dormí sobre un banco en la propia estación.

A la mañana siguiente, cuando desperté, que serían las doce del mediodía, me dirigí hacia las escaleras mecánicas. Subí tranquilamente por ellas. Salí a la calle y vi a un hombre que sacaba palomas de sus mangas. Debía ser uno de esos magos ilusionistas de los que tanto Alba me había hablado.

Lo que más sorprendente me pareció fue que en Madrid, la gente caminaba deprisa, sin pararse a observar los pequeños detalles. Nadie se percataba de la ancianita que estaba sentada en un banco mirando cómo su nieto jugaba con un pequeño perro cerca de ahí. Nadie veía a ese violinista que interpretaba grandes sinfonías sin pedir nada a cambio salvo la voluntad, ¿cómo era posible que la gente no se parase a escucharlo y luego pagara caras entradas para irlo a ver a un anfiteatro? Seguí paseando y observando todo con curiosidad hasta que llegué al Retiro.

Allí todo era igual, la gente paseaba pero sin percatarse de nada a su alrededor. Nadie veía al pintor con su paleta y sus pinceles inmortalizando el estanque, que estaba lleno de barcas que a su vez contenían a jóvenes enamorados. A la izquierda, un titiritero hacía malabares con unos palos alargados.

Todo era hermoso, reinaba la paz en la calle, el aire que respiraba parecía estar hecho de perfume. Me senté en el césped y abrí el bocadillo. Debía ser cerca de las tres de la tarde. No estaba seguro. Supuse que, a estas horas, mi padre ya se habría enterado de que el bar no había sido barrido aquella mañana y de que yo me había ido y jamás volvería. Me preguntaba qué sería de la buena de Merche y el resto de chicas, ¿qué sería ahora de ellas?

Al acabar mi bocadillo cerré los ojos y me dejé caer boca arriba. Tumbado en el césped me relajé. No pensé en nada. Supuse que tendría que empezar a buscar la calle Montera pero ahora no me apetecía nada. Quería estar fuera un tiempo de ese ambiente de prostitución.

Al momento escuché un grito que raspó el ambiente. Abrí los ojos sobresaltado. Miré a mi alrededor. Vi a un hombre golpear enajenadamente a un crío. ¡Tenía que evitarlo!

-¡Quieto! ¡Pare! –grité.

De repente el hombre y el niño se me quedaron mirando. Parecía que había sido la primera vez que alguien se había metido en medio. Eran de etnia gitana. Yo, que estaba acostumbrado a tratar con todo tipo de gente problemática, me acerqué a ellos.

-¿Tú qué quieres? –me dijo el viejo-. ¿Qué cuando acabe con él te sacuda a ti?

-Discúlpeme –intenté parecer educado, Alba siempre me había dicho que siendo educado podría moverme en cualquier ámbito de la vida-. No debería pegar así al niño. ¿Tan grande ha sido su travesura para que merezca tal castigo?

-¿Quién te crees que eres para decirme cómo tengo que educar a mi hijo? Él no ha cumplido su trabajo y por lo tanto tiene que pagar por él.

“Él no ha cumplido su trabajo”. Esas palabras me golpearon fuertemente en mi cerebro. Vi a mi padre reflejado en aquel viejo y a mí mismo dentro de aquel muchacho de siete u ocho años. No podía dejar que continuara su paliza. Nadie tenía derecho a pegar a nadie.

De nuevo, los gritos del chico me sacaron de mis pensamientos.

-¡Déjele! –le empujé-. ¡Ni se le ocurra ponerle la mano encima!

El viejo cayó debido a mi empujón. Me miró y se enfureció. Se puso en pie y sacó una navaja de mariposa.

-Voy a enseñarte a no meterte donde no te llaman.

Una navaja de mariposa. La última vez que vi una de esas fue hace dos semanas, un tipo intentó apuñalar a otro por dos gramos de coca. En aquella ocasión tuve que saltar la barra y sacarlos a los dos fuera.

El viejo no me asustó. Desde pequeño me habían enseñado a hacerme con el control de situaciones violentas como aquellas. Había estado metido en peleas brutales dentro del club y un pequeño enfrentamiento con un viejo no sería gran problema.

Se abalanzó sobre mí y en un rápido movimiento lo esquivé. Volvió hacia mí y lo volví a evitar. Por fin agarré su brazo, le retorcí la muñeca para obligarle a soltar la navaja. Cuando ésta golpeó el suelo, di otro empujón al viejo y cogí su navaja.

-Creo que me la quedaré –dije mirándola detenidamente. Visto lo visto, podría serme útil-. Ahora vete.

-Gracias –musitó el chico.

-De nada –contesté-. ¿Qué hiciste?

-No le robé el bolso a una vieja –me guiño un ojo y salió corriendo.

Resulta que el padre del chico obligaba al niño a delinquir. ¿Cómo era posible que quedara gente así por el mundo?

Seguí paseando sin darle más importancia a lo que había visto. Yo seguía alucinando con la gente, pasaba rápido sin enterarse de nada, sin percatarse de la belleza que había en el mundo. A mi lado pasó una mujer con una carpeta. De frente se acercaban dos abuelos que conversaban y a mi derecha, en un banco, un hombre miraba ensimismado un pajarillo. Una chica morena paseaba a sus perros mientras un hombre de pelo largo se fumaba un cigarro y lo tiraba al suelo. No muy lejos de ahí, otro hombre sacaba una bolsa de una papelera y después se lavaba las manos en la fuente. Una mujer rubia pasa deprisa con su bicicleta y una muchacha rubia camina sumergida en su música. Detrás de mí, una madre pasea con su hija, que come gusanitos. Finalmente, el hombre ensimismado sale de su trance, me mira, y se marcha. Es curiosa la forma que tiene la gente de pasar sin percatarse de nada.

Me tumbé en el parque, sobre la hierba, no sé cuánto tiempo estuve ahí, pero creo que me dormí. Debía buscar la calle Montera. Pero no me apetecía ir. Me gustaría más disfrutar un rato más de mi libertad, estaba tan a gusto allí tumbado… era la primera vez en mi vida que podía sentirme a gusto. Finalmente decidí levantarme y ponerme en busca de la calle Montera. Debía cumplir la promesa de Alba.

Salí del parque. ¿Por dónde debía comenzar a buscar? Madrid era enorme. No muy lejos de allí vi a un chaval que debería tener mi edad que de vez en cuando hacía trucos de magia. Me acerqué un poco más a él.

-Usted señorita –dijo a una chavalita rubia que pasaba por ahí-. Tiene usted cara de muy buena persona, así que le voy a confiar algo que no se lo confío a nadie: mi cartera. Y… usted… -me señaló.

-¿Yo? –exclamé perplejo.

-Sí, acérquese, ¿me deja su DNI?

Se lo dejé.

-Verás, los magos somos muy parecidos a los carteristas. Ahora verán por qué.

Puso mi DNI entre las palmas de mi mano de tal forma que quedaba como un sándwich. Él pasó su mano sobre las mías y…

-¿A ver? Separa las manos. ¡Vaya! ¡El DNI! ¡Se ha ido! –sonrió, pero a mí no me hizo nada de gracia-. Ahora tienes un enorme problema. Como iba diciendo, los magos somos muy parecidos a los carteristas, ambos hacemos desaparecer las cosas. La única diferencia es que los magos siempre devolvemos lo que robamos. Señorita, haga el favor de abrir mi cartera.

La chica la abrió y ahí estaba. Mi DNI.

-Damas y caballeros –prosiguió el mago-, aquí está el DNI del chico. Muchas gracias –dijo dándome mi carné y pasando su gorra-. Agradezco su asistencia y espero verles pronto.

Poco a poco la gente se fue esfumando y cuando ya no había nadie alrededor del mago, me acerqué.

-Buen truco –le dije.

-Gracias, es la primera vez que alguien se acerca a felicitarme.

-Quizá tú puedas ayudarme.

-Quizá sí, quizá no –sonrió-. Eso depende.

-¿De qué depende?

-De la ayuda que quieras, evidentemente.

-No sé hacia dónde dirigirme y no sé qué camino tomar.

-¿Dónde quieres ir?

-Particularmente me da igual, pero…

-Si te da igual, entonces da igual el camino que cojas ¿no? –me cortó.

-Me da igual dónde ir, pero he de encontrar la Calle Montera –la conversación me estaba empezando a incomodar.

-Entonces ya no te da igual, tú quieres ir a la calle Montera. Y supongo que ya sé para qué quieres ir allí.

-¿Puedes ayudarme y decirme cómo puedo llegar? –insistí.

-No sólo te ayudaré, chaval –me guiñó un ojo-. Sino que te llevaré a ella.

-Muchas gracias, pero no es necesario que me acompañe, no quiero molestarle.

-No es molestia, yo vivo cerca de esa calle. Vamos, sígueme. Por cierto, puedes llamarme Nodo.

-Yo soy Jaime, encantado –nos estrechamos las manos-. ¿Nodo? ¿Qué clase de nombre es Nodo?

-No lo sé. ¿Qué clase de nombre es Jaime?

La verdad es que no supe qué responder. Nunca lo había pensando. Siempre me había llamado Jaime, lógicamente, pero… si me hubiera llamado Alejandro, por ejemplo, ¿mi vida sería diferente? ¿Sería, acaso, otra persona distinta?

-Tú no eres de por aquí, ¿verdad, Jaime? ¿De dónde eres?

-De un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme.

Nodo soltó una carcajada.

-Sabes que Cervantes murió ¿no?

-Sí, pero no por eso deja de influirnos. Podemos decir cuándo acabó la vida de un artista, pero jamás podremos decir dónde acaba su influencia.

-Mmm… ¡muy buena contestación!

Nodo tenía unos treinta años. No conocía a sus padres, ambos habían muerto cuando él era muy joven, él suponía que por un ajuste de cuentas, desde entonces había pasado su vida en la calle, había aprendido a vivir de la ignorancia de la gente y les hacía ver cosas que en realidad no veían. Poco a poco fue perfeccionando trucos de magia inventados por él mismo. Trucos nuevos que llamaban la atención de los paseantes. Vivía en una pequeña habitación justo en la calle Montera. Yo no sabía que clase de calle era, pero según decía, no era de las calles más respetables de Madrid. Nodo vivía sólo en su habitación y no permitía que nadie entrara en ella ya que allí guardaba todo su ingenio, todos los trucos de magia que había inventados estaban entre las cuatro paredes de aquel zulo. Aunque Nodo había sacado bastante dinero de sus trucos y vendía accesorios para hacer magia por Internet, él siempre se negó a mudarse a otro sitio más acogedor. Sus vecinos afirmaban que era porque el dinero que sacaba era dinero negro y, al igual que lo ganaba, lo quemaba. Leyendas urbanas. Nadie sabía, en realidad, lo que Nodo tenía entre las mugrientas paredes de aquel antro.

Doblamos una esquina, la visión de aquella calle no era la misma que la de la que acabábamos de dejar. En esta había grupitos de cuatro o cinco policías cada diez metros. Y, repartidas por las aceras, muchísimas mujeres que supuse que serían prostitutas. Abundaban los sexshop y, según parece, lo que yo llamaba negocios oscuros, es decir, vendedores de droga.

-Ésta es la calle Montera, Jaime –me dijo mirándome a los ojos-. Bienvenido. ¿A que es una hermosura? –sacó una llave de su bolsillo y se dirigió a un portal cercano-. Yo vivo aquí, buena suerte. Nos veremos pronto. Espero.

-Buena suerte, Nodo. Y muchas gracias por todo.

-No tienes por qué darlas.