Haikú de los Poetas

Sólo el poeta
sabe hacer los milagros
como dios manda.

jueves, 29 de enero de 2009

Poeta


Cuando amanece en la sombra

silenciosa del rincón

en el que duerme el Poeta

una estrella canta al son

de los versos del gran héroe

con valiente corazón

que con el olvido baila

componiendo su canción.

Es ese Poeta en la cumbre

de un hoyo que cavó.

Poeta que en la oscuridad

de los días escribió

sus mejores octavillas

y a la noche enamoró.

Poeta que con el viento

se encenderá cada noche.

Poeta que por caricias

en los asientos del coche

brinda con la copa llena

de luz de luna de noche.

Poeta, el jugador de póquer

que ganó la luz del sol,

el viento que corta el cuerpo

erótico del amor,

la vida de un cementerio

y el canto del ruiseñor.

Poeta que nada en las nubes

y bajo el agua voló

siendo otra persona más

que no tiene la intención

de querer ser conocido.

Poeta que con el viento

se encenderá cada noche.

Poeta que por caricias

en los asientos del coche

brinda con la copa llena

de luz de luna de noche.

Poeta que navegó

en un barco de papel

solo rumbo al interior

de una ballena gigante

buscando un cofre marrón

que esconde un bello tesoro:

la entrada a tu corazón.

Es Poeta quien escapó

sobre un albatros morado,

compañero de un hurón,

volando sobre los mares

tras la desesperación.

Poeta que con el viento

se encenderá cada noche.

Poeta que por caricias

en los asientos del coche

brinda con la copa llena

de luz de luna de noche.

martes, 27 de enero de 2009

Había una persona sin rostro


La verdad es que no sé muy bien cómo comenzar a escribir. Tampoco sé en qué género narrativo meter este relato. Ésta es la historia de un hombre normal, un hombre que no era el típico don Juan ni el típico héroe de los cuentos de hadas. No era una persona famosa ni rica, no era el vástago de ningún noble ni de ninguna persona importante en la sociedad. No era más que una persona normal, hijo de obrero como podemos ser cualquier persona elegida al azar, una gota más del océano inmenso de la gente sin rostro que ponen su granito de arena para cimentar la Historia, que jamás recordará sus nombres. Era una persona tranquila y pacífica que caminaba por la vida respetando todo con lo que se cruzaba. Se llamaba, o más bien lo llamaban C. A.. Las personas que lo conocían decían que, lejos de ser un virtuoso escritor como él aspiraba a ser, era, más bien, una persona que vivía en las nubes cuya cabeza estaba llena de alborotadores pájaros. Cada vez que alguien le decía esto, él simplemente seguía a lo suyo pensando que algunos pájaros jamás deben ser enjaulados en la rutinaria evolución de la sociedad, sus plumas son demasiado bellas y se pueden dañar, había que dejarlos vivir fuera de esa monótona cadena de montaje. El pasatiempo favorito de C. A. era dar largos paseos por el parque caminando lentamente, paso tras paso, kilómetro tras kilómetro, mientras se sentía completamente atemporal, tan ajeno al mundo y a sus zozobras que era inmune al paso de las horas, tan ensimismado que no era consciente ni de quién caminaba a su lado. Le relajaba mirarse los pies mientras paseaba y ver que eran ellos los que le guiaban en aquellos paseos en solitario en los que por su mente fluían desde los más tiernos versos hasta las más tristes historias que, más tarde, sentado en un banco de un parque, en una terraza de un bar o muchas veces mientras caminaba, se dedicaba a plasmarlas en papel, muchas veces en servilletas.Hay quien decía que C. A. era una persona solitaria que vivía rodeado de gente de cuya existencia, al igual que la del resto del mundo, no se había percatado. No podían estar más equivocados. Aunque indirectamente, siempre velaba por la felicidad de las personas que le rodeaban y en cuanto a su extraña soledad, no era más cierta que la existencia de los caracoles alados en la acomodada y rutinaria vida de la respetable sociedad que se asentaba en el mundo de lo práctico, de lo útil, gozaba de una gran amistad, una amistad a la que valoraba y quería tanto o más como valoraba y quería a su propia vida. Una amiga que estaba con él cuando daba sus largos paseos por el parque, aparentemente sin ninguna preocupación, una amiga que estaba con él cuando se sentaba en el banco a escribir sus cuentos o poesías. Una amiga que siempre le acompañaría. Le contaba sus preocupaciones y sus problemas y ella siempre estaba ahí sin pedir nada a cambio. Una amiga que, a diferencia de los demás, nunca lo tomó por loco haciéndole sentir la única persona cuerda que quedaba en el mundo.Un día, mientras hablaba con su amigo en uno de sus solitarios paseos, un vecino de buena familia, con más dinero de la cuenta y un nivel cultural, según decían, altísimo se le acercó y le preguntó que de qué le servía vivir perdiendo el tiempo de aquella manera. C. A. lo miro extrañado y confuso, cuestionándose cómo una persona de libros como aquella podía preguntarle aquello, le miró a los ojos muy fijamente y, simplemente, respondió: “ ¿Para qué me va a servir la vida? ¡Para nada! ¡Por eso es tan importante! La vida no es sierva, es Señora.”

lunes, 26 de enero de 2009

La chica de agua

Hay en Salamanca un precioso rincón donde los enamorados van a declarar su amor a la persona amada y los poetas, a plasmarlo en papel. Ese mágico lugar es el Huerto de Calixto y Melibea. Un pequeño jardín sobre la muralla donde si una pareja entra odiándose, sale amándose. Los pasillos de vegetación se abren al cruzar la puerta, son como soldados en formación que esperan grandes honores, y al caer el sol, su belleza se multiplica. Quien ha tenido la suerte de conocerlo habrá visto que hay una fuente de piedra en un lateral junto a la entrada de donde sale un chorrito de agua que queda estancada en la pila y poco a poco va resbalando por el granito hasta el suelo. Sí, es bonita, pero no siempre ha estado ahí. ¿Cómo llegó hasta ahí? Os lo contaré…

Hace mucho tiempo en un lugar muy lejano, vivía una chica como nunca ha existido. Tenía la piel suave y un pelo negro caía hasta sus hombros. Una mirada que era tan bonita como una noche estrellada y su sonrisa era tan perfecta y tan clara como el agua cristalina de un arroyo en una radiante y soleada mañana de verano. Era una mujer bella e inteligente, muy inteligente.

Lejos de donde vivía la chica, en la ciudad de Salamanca vivía un solitario poeta poco conocido.

Sucedió una noche de enero, los dos se hallaban en la misma cafetería, el chico había dejado aquella mañana Salamanca para probar suerte en una editorial madrileña con la que había quedado para presentarle su libro que, por supuesto, no lo aceptó. No sabemos si fue el destino o el azar el que hizo que, debido al barullo de gente que había en el bar, ambos jóvenes compartieran mesa. Y cuando sus miradas se cruzaron, se entabló una conversación que hizo romper los esquemas de los dos chicos.

El chico le contó que había ido a Madrid a probar suerte de nuevo y como era costumbre, no había hecho nada así que decidió dedicar el borrador del libro a esa chica que había compartido la mesa con él junto a su número de teléfono y su correo.

A ella le encantó el libro.

De aquella cafetería, ninguno salió con las manos vacías, pues habían encontrado el uno en el otro algo que jamás habían tenido. El día a día, sus conversaciones, fueron forjando una profunda amistad y el poeta se enamoró.

Un día decidieron dar un paseo juntos, en ese paseo, él se declaró. Quedó claro que le regalaría el mayor regalo que una persona puede hacer a otra: el corazón. La chica, sin saber que decir, siguió paseando porque, aunque sentía algo, no tenía bien claro qué podría ser.

Pasó el tiempo, seguía escribiendo poesía, pero ya no le interesaba llevarla de editorial en editorial. Le habían llamado poeta fracasado y no le había afectado. Él seguía escribiendo los poemas más bellos y ella, los devoraba uno tras otro.

Llegó el día en que fueron a dar un paseo por el Huerto de Calixto y Melibea, aunque la chica seguía sin dar rienda suelta a su corazón, la luz de sus ojos declaraba sus sentimientos hacia él, y justo en un lateral del jardín, se miraron fijamente a los ojos. Ambos lo comprendieron. Los dos se comunicaron con sólo una mirada. Lo sabían. Lo deseaban. Y, finalmente, lo hicieron. Los labios del chico se pegaron despacito a los de la chica. El tiempo se detuvo. El mundo dejó de girar. La gente del planeta se quedó muda. En ese momento sólo existían tres personas: Ella, él y ellos. Nadie más.

Fue entonces cuando la chica se empezó a derretir, por sus mejillas corrían ríos de emoción. Era feliz. Pero debía irse.

Volvió a su casa dejando allí a su amor esperando a que volviera. El poeta construyó una fuente donde fue besado por la mujer amada. La chica se había convertido en agua.

Desde entonces, un poeta fracasado va a escribir sus poesías al lado de esa fuente sin intentar siquiera darse a conocer. Todo lo que escribe lo guarda para él. ¿Para él? No, no solo para él. Lejos de allí, hay una chica de cabello negro que continúa devorando los poemas esperando a que ese beso se repita de nuevo.

El hombre de la gabardina


Me llamo Juan Antonio. Soy auxiliar de enfermería desde hace cinco años y ejercía en el hospital de Salamanca desde hace tres. Ésta es una historia real, algo que ocurrió hará unos meses.


Estando yo de guardia una fría noche de invierno, llegó un hombre a la consulta. Era el hombre más extraño que jamás había visto. Llevaba una gabardina larga, tan larga que le quedaba por debajo de los tobillos y un sombrero de ala ancha que sumía su rostro en las sombras. Nunca he podido comprender cómo consiguió llegar hasta la consulta pues en su pierna izquierda se hundía la hoja de una navaja que le hacía sangrar como si se tratara de una fuente manchando sus zapatos. Debido a que el resto de personal que pernoctaba conmigo se hallaba en otras urgencias me vi solo en aquel escenario. Tardé en extraerle la navaja, algo que, sin duda alguna, tuvo que causarle enormes dolores, pero el extraño hombre, que ni siquiera se había quitado el sombrero dejando su cara oculta, ni siquiera abrió la boca. Cuando terminé, simplemente se levantó, sacó de su billetera unos doscientos euros que colocó sobre la mesa y balbuceó en un español con acento ruso: “yo no he estado aquí”.


Al día siguiente marché a casa con la cartera ligeramente más abultada. Entonces lo vi. Un hombre envuelto en sombras me seguía a distancia. Entré en un bar para disimular la huida, pero justo en la barra, en una esquina, un hombre con una gabardina, un sombrero y unos zapatos manchados de sangre tomaba un whisky. Pedí un café, me sentía observado. Volví a mirar hacia la esquina de la barra pero ya no había nadie. Pregunté al camarero quién era el hombre de la gabardina y el sombrero que estaba en la esquina. Contestó que allí no había habido nadie, que no había visto a nadie con gabardina ni con sombrero. Salí a la calle, cuando llevaba caminando cinco minutos me percaté de que alguien me seguía con cautela. Un hombre enfundado en una gabardina a quien no se le veía la cara me observaba. Me siguió hasta mi casa. Desde mi balcón pude ver como se apoyaba en la esquina del edificio de enfrente, miró al portal y, después, al balcón. Llamé a la policía, seguidamente oí llegar dos coches patrulla pero aquel hombre ni se inmutó. Siguió mirando fijamente al balcón incluso cuando una pareja de policías pasó por su lado. Un agente llamó al interfono para decirme que estuviera tranquilo, sea quien fuera aquella persona, ya no estaba allí. Sin embargo, seguía mirando al balcón desde la esquina.


No pude conciliar el sueño.


Sobre las cuatro de la mañana sonó el teléfono. Llamaban desde el hospital de la Paz de Madrid, mis padres habían muerto en un accidente de tráfico. Era una noche oscura, pero la trágica noticia mi hizo perder el miedo y olvidarme de aquel hombre para adentrarme en el frío de la carretera. Tras media hora conduciendo, un flamante mercedes se pegó a la trasera de mi coche de segunda mano, sus luces de largo alcance se reflejaban en mis retrovisores y me deslumbraban y su claxon no paraba de rugir. Me arrimé todo lo que pude a la cuneta, me adelantó y al ponerse delante de mí, frenó su coche de tal forma que era peligroso conducir a velocidades tan bajas. Intenté adelantar mas el mercedes se deslizaba a la izquierda por lo que tenía que abortar la maniobra.


En la primera área de descanso que encontré me detuve, vi al coche perderse en la noche. Aparqué. Al salir de mi automóvil vi un mercedes negro, totalmente igualito al que me había perseguido aparcado al lado. Entré en la cafetería y en la barra, en una esquina, un hombre que llevaba una gabardina, un sombrero y unos zapatos manchados de sangre se tomaba un wisky.


-Disculpe –llamé al camarero-. Por casualidad no sabrá quién es el hombre que hay en aquella esquina, el del sombrero.


-¿Qué hombre? Lo siento, señor. No sé de qué me está hablando, allí no hay nadie.


Volví a mirar. En efecto, no había nadie.


Arranqué el coche y salí a la carretera. Al momento, el mercedes que había en el aparcamiento de la cafetería se puse detrás de mí y, de nuevo, me deslumbraba.


No sé cómo ocurrió, sólo recuerdo cómo aquel mercedes me echó fuera de la carretera mientras me adelantaba.



Desperté en una habitación blanca, había sólo una mujer.


-¡Vaya! –exclamó-. ¡Por fin te has despertado! ¿qué tal has dormido, bello durmiente?


-¿Perdone? –pregunté confuso-. ¿Dónde estoy?


-¡Todos los días la misma pregunta! Estás en un hospital psiquiátrico desde hace tres meses. Eres Juan Antonio Fernández y trabajas en una granja con tu padre.


-¿Granja? ¡Yo no tengo ninguna granja! ¡Soy auxiliar de enfermería! ¡Y mi padre ha muerto en un accidente de coche!


-Iré a buscar de nuevo al Dr. Capdevilla.


La enfermera salió por la puerta. Al minuto o así entró un hombre, era un hombre extraño, iba enfundado en una gabardina tan larga que le cubría los tobillos, usaba un sombrero de ala que sumía su cara en las sombras y calzaba unos zapatos manchados de sangre. Se quitó el sombrero, mostró su cara. Ahogué un chillido de terror al mirarle a los ojos, o mejor dicho, al mirarme pues sus rasgos faciales eran los míos. Hasta en el más mínimo detalle, aquél hombre era idéntico a mí. Sacó de su bolsillo una navaja que la identifiqué como la que yo mismo había extraído aquella noche perdida en el tiempo y sin abrir la boca, me degolló. Caí al suelo empapándome en mi sangre mientras él salía por la puerta poniéndose de nuevo el sombrero.



-¿Señor Fernández? –dijo un hombre de pelo cano al teléfono-. Soy el Dr. Capdevilla, el médico de su hijo. Lamento informarle de que Juan Antonio ha muerto. La enfermera lo encontró colgado esta mañana, según parece se ha ahorcado durante la noche con una sábana. No presenta ningún otro tipo de lesión.


El doctor estuvo contando todos los detalles de mi muerte a mi padre y consoló a mi madre. Cuando colgó el teléfono, el doctor Capdevilla se sirvió un wisky mientras acababa de limpiar sus zapatos. Después cogió su gabardina, una larga gabardina y su sombrero de ala. Finalmente, se fue derechito a su coche, un flamante mercedes negro.

El Poeta de la Luz


Érase una vez una princesa cuyo reino era tan grande que no tenía fronteras mas no se podía situar en un mapa, ya que ese reino encantado se encontraba en el corazón de un poeta enamorado.



La princesa estaba triste porque no sabía donde se hallaba su reino. Buscó entre los hombres más apuestos de la región, pero ninguno de ellos tenía un corazón digno de ella.


Fue una fría noche, cuando una tormenta invadió la zona en la que vivía, alguien llamó a su puerta. Se asustó pero aun así fue a ver quién podía llamar tan tarde. Al otro lado de la puerta encontró a un anciano. Tras la mojada capucha, que cubría su desfigurado rostro sembrado de cicatrices, se ocultaba un pelo blanco y desaliñado que crecía a mechones, su espesa y sucia barba apenas dejaba ver una boca desdentada rodeada por unos labios tan grises como la ceniza y en un intento por disimular su aterradora y espeluznante cojera, se apoyaba con una mano nudosa, a la cual habían mutilado dos dedos, en un tosco y torcido báculo.


A pesar de su horrible y temeroso aspecto, la princesa le dio cobijo. En pago por la bondad de la muchacha, el viejo le ofreció lo único de valor que llevaba encima: un viejo y raído pergamino. El anciano mencionó que provenía del puño de un joven ermitaño al que, los poquísimos que lo conocían, llamaban el Poeta de la Luz. Esto era debido a que de su pluma fluían los versos más hermosos jamás leídos. Por el injusto y oscuro pasado que le obligó a exiliarse a una isla perdida, el Poeta de la Luz se vengaba del mundo guardando para sí sus bellas creaciones.


Al leer los versos que había sobre el pergamino, la joven princesa quedó hipnotizada. Pendía su alma de cada palabra, de cada letra, era esclava de aquellos versos. Tal fue su obsesión que, un día, sin pensarlo, partió en busca de aquella isla perdida y de su misterioso habitante.


Durante largos años, la princesa surcó los mares sin rumbo fijo, sólo la brújula de su corazón la guiaba en tan irrealizable empresa. Entristecida por su fracaso, decidió volver a su palacio y durante dos días y dos noches sólo pensó en aquellos versos que leyó una noche perdida en el tiempo.


Fue al tercer día de regreso cuando el poderoso océano mostró su cólera empuñando una fuerte tempestad. Olas como montañas hacían zozobrar a la embarcación y, finalmente, naufragó. Lo último que pensó fue que había dedicado sus años de juventud a un viaje que se cobraría un alto precio: su vida. Pensó que aquel pergamino que la había hechizado se hundiría con el barco. Y justo antes de sumergirse para siempre en las feroces fauces del inmenso mar, la princesa se dio cuenta que todo acabaría de un momento a otro y que junto a ella, moriría también el sueño de encontrar a su amado Poeta de la Luz.



Despertó ya avanzada la mañana. Era un día soleado. “Después de la tormenta siempre llega la calma” le habían dicho siempre de pequeña. Forzó su memoria y lo único que recordó fue como el barco se precipitaba hacia el fondo con ella atrapada en su interior. ¿Estaba muerta? Entreabrió los ojos. No sabía cómo había llegado allí. Estaba tendida en una cómoda y mullidita cama en la habitación de una pequeña casa construida en la playa de una isla alejada de toda civilización. Una isla perdida de la que nadie había odio hablar. Sus ropas habían sido lavadas y sus heridas curadas. Entre sus ropas había un pergamino viejo y raído donde se recogían unos versos tan bellos que eran capaces de obsesionar a una princesa hasta hacerla su esclava y, bajo su almohada, un pergamino nuevo, cuya tinta había sido impregnada en él tan estratégicamente que formaba una magnífica y perfecta caligrafía hacía tan solo unas horas. En el encabezado se leía: “El más bello poema jamás escrito”. Lo observó. Sólo había un verso, solamente uno. No aguantó más, finalmente, sus ojos se posaron en el breve poema:




Y aquí, en mi corazón, me quedas tú.

El Negro Búho

El Negro Búho fue el nombre que recibió la embarcación más perfecta del mundo y era el testimonio del poder ilimitado de la imaginación humana, rápida y ligera como el viento, dura y resistente como las frías rocas y tan bella como el mar al atardecer.

Después de los diez eternos años empleados para su construcción, llegó el tan esperado día en el que el Negro Búho debía zarpar, pero el capitán, constructor y propietario del navío, un hombre cuyo carácter era tremendamente malhumorado, borde y huraño, se dio cuenta que aquella fabulosa nave no podría ser pilotada sólo por él. Se dio cuenta que necesitaba a alguien que le guiara, que le acompañara, que le ayudara en aquel viaje.

Durante un tiempo el huraño capitán buscó desesperadamente al acompañante perfecto, pero cuando encontraba uno que le gustaba, no tardaba en darse cuenta que no era la persona idónea para ese viaje. Hasta que, un día, apareció alguien que presumía de ser buen lobo de mar. Al capitán le agradó y tal vez podría ser perfecto. Tal vez. Cuando el corsario le explicó a su nuevo tripulante la complicada empresa, éste a aceptó sin vacilación. Aquella noche fue la primera en mucho tiempo en la que el capitán del Negro Búho durmió tranquilamente.

Justo cuando debía elevar anclas, el capitán volvió a mirar por la borda, había pasado una hora desde que había quedado con el marinero en el puerto, pero el marinero no apareció, ni a la hora siguiente, ni ese mismo día, ni al siguiente, ni a la semana, ni nunca. Nunca más nadie volvió a saber sobre él.

El capitán entristecido se encerró en el barco eternamente amarrado sin ni siquiera poder liberarlo de sus amarras.

Pasó el tiempo, pero en el invierno del año siguiente, vio desde su camarote a una persona encapuchada. Sin saber el por qué, sintió una punzada en su corazón y, por primera vez en mucho tiempo, descendió de su navío y se encaminó derecho a los más profundos suburbios en busca de tal misteriosa persona.

Tardó en localizarla y cuando lo hizo, detuvo a la enigmática sombra y le habló. Le habló de su barco, le habló de su empresa y se quitó la capucha que cubría su faz. El capitán quedó sorprendido pues no era lo que él se imaginaba para su barco. Su tez blanca mostraban unos ojos marrones, su pelo largo y negro como el azabache estaba recogido en la parte trasera de su cabeza. Era una mujer hermosa y parecía frágil como el diamante. No era la persona con la que había esperado compartir su aventura, pero sin lugar a dudas era la mejor persona, era la candidata perfecta, la que mejor podría haber encontrado.

Ambos, al atardecer, sin mirar atrás, emprendieron ese viaje rumbo al horizonte.

La chica de los ojos de oro


Como sabréis, en la Salamanca del siglo XIX recorrían las calles los ojos más bellos que en el mundo han existido. Tal era la magnitud de su belleza que los pocos poetas que había en la ciudad que conocían esos ojos afirmaban, en verdad, que eran los ojos de la misma Afrodita. Los Románticos de la época llamaban a la muchacha “la Chica de los Ojos de Oro”. Cuando la hermosura de la Chica de los Ojos de Oro empezó a ser popular entre los vates de la ciudad tenía tan solo dieciséis años y el primer poeta que la miró quedó atónitamente hipnotizado. Tenía un cabello rubio y suave que resbalaba desde su cabeza hasta media espalda, unos labios rosados que en vez de besar cortaban y un cuerpo tan perfectamente moldeado que parecía haber sido extraído de la antiquísima y mágica mitología griega, pero lo más impresionante eran sus ojos, unos ojos grandes que disparaban una mirada tan sincera, tan bondadosa, tan tranquilizadora que los mismos ángeles la envidiaban. Unos ojos que a quienes mirasen se convertirían en sus esclavos de por vida.


Cuenta la leyenda que, cuando el tiempo ya había cubierto de arrugas su faz y su cabello dorado lo había tornado de nieve, aquellos ojos siguieron siendo bellos y hechizantes y cuando la Chica de los Ojos de Oro tumbada en su lecho se hallaba próxima a espirar, la Muerte cruzó su mirada con la suya. En ese instante, la Dama Oscura cayó de rodillas esclavizada por aquella mirada, una mirada a la que jamás podría arrebatar tan vil y despreciablemente su vida. Al quedar eternamente enamorada de aquellos ojos, la Dama Oscura no los dejó morir haciendo que pasaran hereditariamente al morir su antigua portadora a una nueva Chica de los Ojos de Oro.


Aún hoy, los poetas que quedamos buscamos desesperadamente a la Chica de los Ojos de Oro, buscamos esos ojos que fueron capaces con sólo una mirada de conquistar a la mismísima Muerte.

Introducción a los cuentos de princesas y brujas


Era sábado por la noche, hacía unas horas que se habían puesto en contacto con nosotros y ahora caminábamos rumbo a la inmensidad, habíamos dejado el lugar donde una extraña nos había servido café caliente a cambio de unos euros y, después de unos minutos caminando, nos hallamos en la entrada de una cueva en cuyas entrañas olía a tabaco y luces parpadeantes iluminaban el sabor ardiente de un brebaje que, por alguna extraña razón, era bebido por incautos, que se aventuraban a adentrarse entre las grandes fauces de aquel pub, como nosotros. En su interior resonaba con fuerza música tecno y allí, donde ella nos dijo que estaría, se encontraba. Aquella princesa, cuyo cabello de oro y sedoso caía como una cortina a ambos lados de su rostro de nieve dejaba ver sus ojos de agua, su boca de fresa, su sonrisa encantada, vestía minifalda luciendo escote que marcaba sus pechos ensalzada por negros tacones como torres. La princesa me desveló que vivía con una bruja irascible, que vendría a por ella a las dos de la madrugada, en un palacio a las afueras que podría encontrarlo siguiendo el camino de alquitrán negro que recorrían aquellos extraños animales de cuatro ruedas y ojos tan brillantes como el sol.


Fui a por más brebaje y cuando volví, mi princesa ya no estaba allí, mi fiel compañero de batallas me dijo que la bruja se la había llevado. Dejé los dos vasos de whisky con cola en la barra junto a mi amigo y emergí de la profunda caverna. Me encaminé al rescate de mi amada princesa siguiendo aquel camino que ella me había indicado con sólo una navaja suiza como arma.


Al llegar a la puerta del palacio, rodeado por ávidos monstruos vegetales, me dispuse a echarla abajo golpeándola fuertemente. Al abrirse, apareció entre las sombras la bruja con una bata de cuadros. Se desplomó en el suelo sin saber por qué una navaja se hundía en su carne perforándole el estómago, no comprendió como acto seguido, la misma hoja, le punzaba el pulmón derecho pero ya no sintió nada cuando aquel aguijón plateado le rompió el corazón.


Tuve tiempo para ver como unos ojos de color de miel aterrados miraban al vacío sin poder ver nada antes de que el fiel lacayo de la bruja se abalanzase sobre mí golpeándome enajenadamente mientras mi princesa gritaba enardecidamente: “¡Papá! ¡Mamá está muerta! ¡Mamá está muerta!


Tras la exhaustiva venganza de la bruja que se cobró mi vida lo único que vi fueron aquellos ojitos azules y llorosos llenos de odio y tristeza arrodillados junto al cadáver de la bruja sobre un charco carmín. Ella ya sería libre.

La chica de agua

Se conocieron un año atrás,

ella pidió un chico decente,

él se presentó.

El día a día fraguó la amistad

y el pobre muchacho se fue a enamorar.

Se vieron un día

y él no lo pudo aguantar

y de un golpe seco

se arrancó el corazón.

Se lo dio para ella

con la condición

de que nunca jamás lo dejara romper.

Un año ha pasado desde que apareció

y ahora el chico no es solo

el que se enamoró.

Hoy te vas a la cama deseando mis labios.
Hoy me voy a dormir soñando que te los doy.
Hoy no podré dormir solo en mi cama
pues sé que al lado, en tu cama, estarás tú
Y en la noche pasearían

sin decir a nadie

el lugar adonde van.

Y entonces…

cuando por fin a solas estuvieron,

ocurrió el milagro.

Cuando los labios juntaron

juntos en un rincón,

ella se derritió

y en agua se transformó.

Y el chico… la siguió sin vacilación.

Sabían que los dos eran felices

Sinfonía


Si me dejaras pronunciar tu nombre


en cada latido


de mi desbocado corazón


sería una sinfonía


directa desde el interior.


No habría más Beethoven


más Verdi ni Chopin


No más Mozart.


Ni tan siquiera Enya


lo haría mejor

Te escribo esta poesía para ti


Te escribo esta poesía para ti


mi pequeña princesa coronada


en los suburbios de Internet punto es.


El bombón más amargo del frutero


Una brisa de viento que sopló


el día caluroso de verano.


Los relojes de Dalí, su jirafa


Los ases de la manga en la partida


La bruja sin escoba y sin berruga


La pequeña pitufa colorada


La arena del desierto, el agua clara


El microscopio del doctor en química


Ese sauce llorón que se reía


Del leñador armado con hacha débil.


La cobertura de mi móvil nuevo.


La chica de los ojos y mirada


tan bellos como el sol de los crepúsculos.


La sal del mar. El vino de la cena.


La edad del tiempo. La final olímpica


El calendario del dos mil colgado


en la pared de un comedor de abuela,


resistiendo ante todo a ser quitado


de la pared de adobe y cal paupérrima.

Poeta perdido en la rutina


Me adentro en la noche con valor


rumbo a la oscuridad, la fría dueña


de la ciudad que día a día veo


bajo mis pasos de hombre ciego


que en solitario a la deriva marcha


con el silencio muerto rutinario,


la ruina de una noche bajo el sol.


Duerme la ciudad aún cuando pasaba


en el urbano, metido en sus entrañas.


El bus, lagarto frío fantasmal


que navega despacio por las calles


de una ciudad que duerme con el frío,


llega al destino de costumbre a en punto.


Esto es un día más, un nuevo día.

Sueños de una noche de invierno


Estando en la cama disfruté al máximo


con los delirios que soñé despierto.


Vi a un rojo pájaro atrapado en grandes


telas de araña que tejidas fueron


por el ciempiés que usa los cienzapatos.


También vi a un buitre ciego hablar contento


con el vivo que bebe a la salud


de los ahorcados que en cadalsos negros


bailan al son del viento frío y tenso.


Con la espada en la mano, un viejo sabio


piel roja se intentó fugar del pueblo


que hay junto al lago gris de la llanura


que está entre las montañas de los pechos


de la mujer casada con el jefe


indio de un pueblo maya fuerte y grande


que navega en el barco embotellado


en la botella llena de ginebra.


En mis delirios de oro vi a una bruja


que me besaba entero con sus labios


y con su roja lengua recorría


la comisura de mi boca abierta.


Esto ocurrió mientras dormía enfermo


sobre ese frío lecho rojo y lúgubre.


Pero no me desperté solo en la cama


pues te sentí a mi lado, junto a mí.

Esencia de Luna


En lo más alto brilla la luciérnaga


con sus alas abiertas a la noche


que calló sobre el cielo de tu boca.


Dos leones cachondos que maúllan


excitados contemplan la luciérnaga


en el más hondo pozo del desierto


entre los árboles del bosque negro


de kilométricos problemas tristes


que separan tu boca de mi abrazo.


Luna lunera, acristalada en oros,


de ojos marrones y mirada cálida


al borde de un abismo espero y rezo


al dios de Nietzsche, ateo muy devoto


que en el Altar jugó con Dios al mus.


Luna lunera, esperando sigo


a que tu voz rompa el silencio inmenso


en el que nos sumimos día a día.


Luna lunera, bella luna azul


que sobre un cielo acuchillado


renaces cada noche para verme


sonreír, bella luna, luna azul.


Luna lunera, apasionada dama


que cada noche con los lobos baila


en el mar, bella luna, luna azul.


Lo que se llevó la ola que murió en la playa


Cae la noche en tus ojos, tu sonrisa
desaparece de mi mente triste,
se borra como el beso que jamás
te di porque murió la ola en la playa
donde en la arena dibujé mi amor.
Y aunque la despedida no fue bella
seguiré paseando por la playa
hasta que sobre la arena pierda todos
esos buenos recuerdos que ahora tengo
manchados con la sangre de un error.
¿Qué más decirte, vida mía, puedo?
¿Qué tu cariño loco me volvió?
El puente siempre fuiste entre la unión
en la cordura y la razón perdida.
Moriré lentamente si tu aliento
no alienta más mi corazón robado
que tiempo atrás te regalé hasta el fin.

Geografía




Un día viajando



por las nieves de Siberia



encontré a una luciérnaga



que con su voz iluminó caminos
hacia tus labios.





Un día viajando



por las dunas africanas



me encontré con el blanco oso polar



y al póquer me jugué con él la llave



de tu corazón.





Un día viajando



por las cataratas del Niágara



me encontré con un ruiseñor



que me trajo volando



envasada tu mirada.





Un día viajando



por la Manga murciana



me encontré con un caimán



que me dio en un frasquito



embotellada tu voz.





Un día viajando



por los fiordos de Noruega,



allí encontré a un caracol alado,



fugitivo ladrón que robó besos



de tu boca de fresa.

La chica a la que amaría

Tú serías la chica que amaría

si amarte me dejaras cada noche.

Te escribiría el poema más erótico,

el más hermoso o el más bello verso

si amarte me dejaras cada noche.

Sobre el mar volarías junto a mí

para dormir contigo en las estrellas

y soñar que me amaste en otro tiempo

si amarte me dejaras cada noche.

Sentiría tus besos en mi pecho

y junto al corazón te sentiría

si amarte me dejaras esta noche

El más bello poema

El más bello poema no está en las bibliotecas

no está en los fotoblogs en Internet.

No necesita estar en bellos libros.

El más bello poema tiene el pelo moreno,

la mirada sincera,

y el corazón abierto al negro búho.

El más bello poema luce bella sonrisa:

la reina coronada

por los dos fríos témpanos de hielo

que miran penetrantes.

El más bello poema se escapa del autor.

En un oscuro bar

En un oscuro bar, jugando al póquer
con una sonrisa desolada
mi desesperación perdí de nuevo
cuando sobre la mesa dejó un póquer
de reinas mi oponente, esa fantasma
que se llama Tristeza Solitaria.
Y con Whisky en la barra del invierno
brindo por la princesa coronada
en las alcantarillas informáticas
y con gran decisión y valor digo:
"Nos adentramos en la fría noche
para un paseo sin reloj ni brújula
para que cuando me beses me acaricies
para que el frío viento no me corte
en mil y un pedacitos que se vuelen”.

Poeta Vs. Tiempo


Tic-tac. El tiempo, soberano

mundial, rey de los reyes absolutos,

único ser capaz que siempre mueve

la aguja del reloj y trae volando

sobre el oscuro viento de la noche

las pequeñas verdades que aún existen.

Su gran cara, expresiva, desvelada

de una estocada por la espada horaria,

enseña el melancólico paseo

que realiza por la vida que arrebata.

Y mudo y evadido de este mundo,

seguiré paseando contra el tiempo,

olvidando el camino por la vida

que el viejo espadachín deja a sus pies,

con la fija mirada al horizonte,

que se aleja del más cercano tiempo.

Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac.

¿Qué es nuestra relación?


Un embrión en un tubo de ensayo,
un universo en una cáscara de nuez,
la aguja en el pajar,
el color gris del yin yan,
la gota que no colmó el vaso,
el libro de las páginas en blanco,
la carroza de Cenicienta,
el barco de papel
que surcó las olas del mar de mi bañera,
el reloj de la pila agotada
invencible ante el tiempo,
el retrato de Dorian Gray.
¿Qué es nuestra relación?
La historia más bella del mundo.

Naturaleza Invariable


En los nichos se mueven los cadáveres;
en el cielo, las aves;
en los mares, los grandes petroleros
y en la tierra, me muevo yo a tus alrededores
buscando besos verdes de tus labios carnosos.

Guiris


Paseando en la plaza por la tarde
gafas de sol ocultan mi mirada,
sólo una gota más en el océano,
caminante sin rumbo en el mundo
del turismo de chicas rubias jóvenes
tumbadas en la plaza,
mostrando a los nativos deseados
bellos cuerpos del norte, deseando asaltarlos.
El mar de suecas, infinito harén
de la no realidad, sueños lejanos
de un mito callejero, a tu lado,
tumbadas, silenciosas y dormidas
mujeres de la zona más remota,
más allá de la sierra pirinea.

Caracol Alado


Ríos de tinta; de papel, montañas;
entre ellos el abismo: una mujer,
cuerpo desnudo y la mirada esquiva.
Una ciudad en nichos construida,
sobre la plaza, el caracol alado.
Junto al reloj, el símbolo
de la no eternidad,
versos en prosa escritos con la sangre
de bella rosa efímera
y la incoherente y sin sentido lógica
del poeta en el sótano
del cuerpo de la dama
manifiestan:
"Los ojos rojos de Pasión miran
esos dos ojos verdes, los de Sensualidad,
la chica del abismo".

Despierto


La luminosa luz de nuestro sol
que se resbala en mi salón despierto.
Me baña en oro y la recuerdo sola.
Voz suave y seseante susurraba
las palabras de amor de aquella noche
sola en la pista deseada entera
por mil y un ojos que miraban ciegos
ardiendo a cada uno de sus pasos,
tacones, minifalda, sudorosa,
creadora del infierno, tentación
de amar sólo una noche, de besar
una vez a la muerte en esos labios
y en las discos y pubs, juntos arder
en fuegos de pecados de una noche.

"Patrona de las pajas del poeta" O. B.


En la calle, tranvía de la vida,
en la esquina acechando, silenciosa.
Su gélida mirada caza lobos,
lobos que son corderos en sus redes.
Sensual, escote breve marca pecho,
los pechos tan perfectos como dioses.
Sus ojos, fríos ojos como el hielo
me miran, me sonríen, los observo.
Ella, flor de cloaca florecida,
una rata en el cielo del cristiano,
ramera sonriente entristecida,
cazadora furtiva de la vida,
alquilando sus besos vende amor,
amor para un viajero solitario,
para el desamparado entristecido.

Tipos de luz


La luz ultravioleta de la disco
las luces de colores: las serpientes
nocturnas siseantes en la selva
del caos, del tabaco, alcohol y sexo.
Las habitantes de la noche oscura
reptando entre los humos de perfumes,
de incandescentes circulares lenguas,
luciérnagas color anaranjado
sobre ramillas blanquecinas largas.
Comienza una tormenta, luz de flash,
retratistas de cuerpos inmortales,
gente sin rostro, caracol alado
vuela de flor en flor.

Lucha de sexos


Si yo a ti te contara lo que veo
por los bares en noches de verano:
diablas en minifalda, sin tirantes,
armadas con tacones.

Caballeros andantes sin espada,
acechando a las diablas, cazadores
furtivos, ellos son inquisidores
armados con cubatas.

Diabla con caballero, ambos atados
por cadenas de brazos y de piernas,
luchando acalorados con las lenguas,
armados con condones.

Hay un bosque en el centro de Madrid


Salgamos por el centro de Madrid
Por los bares de fiesta por la noche.
Cambiaremos el ruido por silencio,
Las personas, los coches y edificios
Por luciérnagas, ciervos y senderos.
No habrá farolas sino estrellas blancas
Y el humo del tabaco será un genio
Cautivo en la botella de cacique.
Salgamos por el centro de Madrid
De fiesta por los bares en invierno
Cambiaremos el frío por los cálidos
Suspiros del amante en la desnuda
Piel de la chica amada en el hostal
Demos tú y yo un paseo por el bosque
Que se encuentra en el centro de Madrid